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Sobre la emoción del éxito

04/2010

Al principio eran sólo los instintos básicos de los animales, y para acotar el ámbito del reino animal, me referiré exclusivamente a los mamíferos más evolucionados, entre ellos los precursores del ser humano: los homínidos.

Los instintos o mecanismos naturales de la evolución nos permitían competir con la crudeza de la selección natural: comes o eres comido, te adaptas o desapareces, corres o mueres. Esas son algunas de las máximas crueles de la naturaleza. Esos automatismos desarrollados y acumulados a través de millones de años se instalaron en nuestro cerebro como instintos naturales: la supervivencia del ser (miedo, violencia agresiva y defensiva), la supervivencia de la especie (reproducción), la jerarquía (poder y sumisión), la territorialidad (propiedad), la competitividad, la furia, la sorpresa, la tristeza y la alegría.

Probablemente una de las primeras emociones adquiridas en los homínidos fue la emoción del éxito. Éxito o triunfo sobre ese medio tan hostil como es la naturaleza en estado puro. Inventamos las primeras herramientas, la primera tecnología que nos permitía recuperar más energía del entorno con menos esfuerzo: los cuchillos y las hachas de piedra. Los cazadores-recolectores eran ahora más eficaces y conseguían más energía del entorno.

Empezábamos hace algo más de dos millones de años a disponer de más tiempo no dedicado sólo a la supervivencia: comenzamos a organizarnos en pequeños grupos y con ello empezó la convivencia humana. Nuestro cerebro empezó a crecer gracias a nuevos alimentos y nuevas emociones sociales que emanaban de las propias relaciones de los clanes, y así probablemente nació el primigenio sentimiento de colaboración.

La emoción del éxito se reforzó con el control de un elemento natural: el fuego. Pasaron para ello 1,5 millones de años y fue la gran revolución, las noches cálidas en la sabana africana iluminada sólo por la luna y las estrellas empezaron a hacerse más cortas. La luz “artificial” de las hogueras bajo la cúpula celeste favorecía e inducía a la comunicación entre nuestros antepasados, y pronto o tarde, el homo erectus evolucionaría la comunicación por signos y aullidos en lenguaje articulado. Instintos básicos como la tristeza y el placer empezaban a necesitar ser compartidos en este contexto, y probablemente emociones más complejas se construían parsimoniosamente en nuestro cerebro basadas en el molde de esos instintos animales básicos. Tal vez, la curiosidad, el afecto, la compasión, la complacencia, el amor, la felicidad son los efectos de esas noches al calor, luminosidad y protección del fuego durante cientos de miles de años. Al mismo tiempo que todo esto ocurría las emociones complejas se esculpían en nuestros genes como instintos complejos para transmitir la potencialidad de ser sentidas por los descendientes.

Conseguimos hace relativamente poco, unos 12.000 años, en el Neolítico, sentir la emoción de la seguridad y la confianza. Inventamos la agricultura y la ganadería, con lo que sabíamos que durante un prolongado tiempo podríamos alimentarnos sin dificultad, y planificar y pensar en un poco más allá, es decir, sentir la emoción del futuro, la ilusión. También apareció entonces la coerción para apropiarse del excedente productivo acumulable. Seguían naciendo nuevas emociones y la mente del homo sapiens empezó a preguntarse el por qué de todo. No entendíamos por qué llovía, o por qué todos los días aparecía el sol por el mismo lugar, o por qué seres queridos morían sin ninguna explicación, probablemente de enfermedad. No había ningún tipo de conocimiento científico, sólo las emociones, entre ellas la curiosidad, la intuición y el triunfo sobre la naturaleza. La respuesta racional posible y necesaria a ese deseo de conocimiento era la única que se podía dar en ese paradigma de la humanidad, la sobrenatural, la mística. El hombre en aquel momento no era consciente de su evolución y de sus conocimientos, tal como lo somos nosotros ahora visto desde una perspectiva histórica amplia.

orfeo

Emociones y sentimientos como las creencias míticas se dispararon en pocos miles de años hasta su máxima culminación con la aparición del concepto del alma inmortal diseñada por los faraones-dioses egipcios y reinventada por Orfeo hace unos 3.000 años en la Grecia arcaica, en honor a los dioses del Olimpo. El arcaico animismo se fortaleció.

Orfeo es un personaje de la mitología griega, hijo de Apolo y la musa Calíope. Hereda de ellos el don de la música y la poesía. Según los relatos, cuando tocaba su lira, los hombres se reunían para oírlo y hacer descansar su alma.

Homero influyó de forma trascendental en la mentalidad griega reflejada en sus magníficas obras mitológicas de La Iliada y La Odisea, donde los afectos, pasiones, impulsos y deseos, no dependían de los propios hombres, sino que dependían de su ánimo, de su alma, de sus dioses. Aquí empezó todo para occidente, la tutela sobrenatural nos refrenaba como seres humanos, como seres con instintos naturales y emociones sobrevenidas. La parte importante y positiva es que empezamos a saber cómo controlar y gestionar nuestros instintos y emociones, algunos reprimiéndolos, como la sexualidad, otros reforzándolas como la dominación, la sumisión y la propiedad humana o esclavitud. Al mismo tiempo, la mente también se reforzó: el pensamiento, el conocimiento y la imaginación brotó en las escuelas, templos, teatros, burdeles y bibliotecas de la antigua Grecia. Los primeros filósofos y sofistas de la época empezaron a pensar y a influir sobre el comportamiento personal y social de los países del Mediterráneo. Hubo de todo, pero en general aunque las acciones estaban tuteladas por los dioses, había una cierta libertad personal de pensamiento y política, que hacía que los instintos y las emociones, en general, siguieran su propio rumbo natural.

Y en eso llegó Aristóteles, siglo IV aC, con su sentimiento de la fuerza racional y emocional, “la areté se sitúa siempre en un término medio entre dos extremos reprobables, sin caer ni en exceso ni en defecto” es decir, hay que aprender a controlar y gestionar nuestras emociones para fortalecernos como seres humanos, para que podemos vivirlas, amplificarlas o moderarlas en nuestro beneficio. La excelencia y la perfección en el ejercicio de una actividad o función es precisamente una de nuestras estrategias contemporáneas para conseguir los objetivos de eficacia y eficiencia en nuestras empresas y organizaciones.

Pocos siglos después de Aristóteles, y hasta el Renacimiento, las emociones fueron reprimidas por el contexto místico de la Edad Media, en aquellos tiempos el hombre estaba pensado desde y para Dios, Él era la centralidad de nuestra cosmovisión, y el pensamiento único y la represión, hacían que el ser humano no tuviera valor en si mismo: el progreso se detuvo.

El Renacimiento recuperó a los clásicos. El hombre es un hecho, recobra su valor, y con ello muchas emociones aletargadas como la curiosidad por el conocimiento del ser humano y de la naturaleza, son potenciadas en lugar de la curiosidad obsesiva por la mística.

Sin el Renacimiento no cabría la posibilidad ni de percibir la aparición de la psicología como ciencia unos siglos más tarde. Fue como una catarsis prolongada porque inmediatamente en el siglo XVII, Galileo nos asombró y enseñó que no éramos el centro del Universo al desarrollar la teoría heliocéntrica de Copérnico; Descartes, que hay que dudar provisionalmente de todo para ejercer la racionalidad y situar al sujeto como centro, y Newton aprovecha el método científico para cimentar la ciencia moderna, y con ello el progreso; John Locke especula sobre la mente humana y aventura que la mente al nacer es como una tabula rasa, vacía de ideas innatas y que todos los conocimientos y habilidades de cada ser humano son exclusivamente fruto del aprendizaje a través de la experiencia. Con ello impulsa el cuestionamiento del cómo pensamos y cómo sentimos. Un siglo después, ya en el XVIII David Hume nos habla de la delicadeza del gusto y de la belleza; Rousseau intuye certeramente la evolución de las especies una centuria antes de que Darwin en el XIX la explicara tras sus viajes oceánicos donde recolectó tan valiosa información para la teoría evolucionista. Freud nos habló del inconsciente, aquel lugar donde residen instintos, emociones y recuerdos; Einstein de la teoría de relatividad, y con todo ello el imparable progreso humano.

Siempre ha sido así, las emociones han sido, son y serán el motor de lo que mueve a las personas y al progreso humano: la curiosidad, la competitividad, la soledad del pensador, la tensión, la colaboración, el trabajo en equipo, la intuición, la confianza, el esfuerzo, el optimismo, la certidumbre, la superación, el poder, la compasión, el sufrimiento, el orgullo, la humildad, la laboriosidad, la autocomplacencia, el placer, el entusiasmo, el triunfo, el éxito.

Arturo Gradolí.
2008